En un intento desesperado por compensar mis ausencias, copio unas
crónicas de mi reciente viaje a Montevideo, escritas originalmente
para otra lista. Perdón, pero es que ya no sé qué corno enviar,
jaja!! Espero que esta historia verídica les resulte amena.
Día 1:
Salimos a las 9.30 hora argentina en el el buque Eladia Isabel, que
es como un edificio flotante. Mi hija Clara, obviamente fascinada,
me llevó de gira por todo el barco y hasta pretendió colarse en
primera clase, al más puro estilo Leonardo Di Caprio. El sol rajaba
la tierra, así que nos instalamos a asolearnos y tomar tragos (los
de ella, sin alcohol, que no los míos) en la cubierta exterior; la
que, al poco rato, daba la impresión de un barco de refugiados, con
todo el mundo tirado por allí haciendo lo mismo. Más tarde me
percaté de que el interés de mi hija no era tomar sol (como
es "emo", no muere por broncearse) sino que ya le había echado el
ojo al barman y no había quien la arrancara de la barra. Estimulada
por su ejemplo, se lo eché a mi vez a un muchacho muy interesante,
que resultó estar acompañado de una pelirroja que no valía nada. Un
desperdicio.
Así, entre música y show de botellas, pasamos las tres horas del
cruce, con esporádicos tours al baño y a la cubierta interior para
intentar dormir un poco. Pero el amor es más fuerte, así que siempre
volvíamos al aire libre. Allí Clara consiguió que le rellenaran
gratis su vaso de licuado y que el barman le diera su dirección de
msn.
Uno de nuestros tours, por supuesto, fue al free shop, atestado de
gente. Allí Clara demostró que los intereses materiales pueden a
veces más que el amor, porque estuvimos como una hora dando vueltas
hasta que la niña se decidió. Yo, por mi parte, me decanté por una
oferta de caviar alemán y volví a la cubierta en busca de un poco de
aire fresco.
Llegamos finalmente a Colonia con algo de retraso y tomamos el bus a
Montevideo, donde pudimos finalmente descansar un poco de tantas
emociones.
Tuvimos la grata sorpresa de descubrir que el hotel era de 4
estrellas. Nos instalamos y procedimos: yo a intentar el contacto
telefónico con mi amiga Maisa, a quien conocí por internet, para
gestar el proyectado encuentro que nos arrancaría de la virtualidad;
y Clara a toquetear todo y saquear el frigobar.
A eso de las 7 hora uruguaya se produjo el encuentro de las dos
potencias: Maisa apareció en la habitación, donde por fin nos
abrazamos y estudiamos el itinerario y las actividades
subsiguientes. Mi amiga, precavida, hasta llevó un itinerario
turístico por escrito, en inglés, obviamente (es traductora). Ya
anochecía y, como estábamos cansadas, la decisión común fue un city
tour en auto y cena posterior.
Partimos al mando de la capitana y abordamos su Fiat Uno, que bien
merece el nombre de "bólido verde" (en referencia al mío, que fue
bautizado hace un tiempo como "bólido rojo"), e hicimos a toda
velocidad un circuito turístico nocturno que abarcó los principales
puntos de la costanera montevideana.
Recalamos finalmente en un restaurant, "Che Montevideo", donde
reparamos fuerzas con unas lasagnas y unos raviolones de salmón con
salsa de frutos de mar (yo, porque Maisa no prueba nada salido del
agua) que estaban espectaculares. Luego decidimos (sospecho que para
sorpresa de Maisa, que me hacía mucho más deportiva y caminadora de
lo que soy) ir a descansar hasta el día siguiente.
Día 2:
Con el horario cambiado y el ritmo biológico por el piso, me
desperté a las 7 de la mañana hora uruguaya, es decir las 6 hora
argentina. Resignada al insomnio, decidí darme un baño y dedicarme a
los menesteres del cuidado personal. Una vez acabé, desperté a Clara
(trabajo me dio) para desayunar.
Bajamos al segundo piso –estábamos en el tercero-, donde dimos buena
cuenta de unas exquisitas medialunas, fiambres, tarta de jamón y
queso, café con leche, manteca, mermelada, jugos varios, yogur y
etcéteras. Ocupada dándole al diente, no me percaté de que Clara
flasheó (como dicen los jóvenes) nuevamente, esta vez con uno de los
mozos del hotel. Cuando lo advertí, ya era tarde y tuve que
cambiarme de lugar para que la niña pudiera intercambiar miraditas
con el afortunado joven, amén de hacerme la tonta y tener que
atenderla y llevarle tandas de alimentos, porque, como estaba muerta
de vergüenza, no quería levantarse. Por fin nos retiramos con el
estómago lleno, yo escoltándola en plan de carabina, hasta nuestros
aposentos. Joder con las hijas adolescentes.
Cediendo la tutela a una de las computadoras del lobby del hotel, la
dejé chateando por internet y me fui a pasear. Caminé por la rambla
hasta que me cansé, charlé con una pescadora tempranera, admiré la
arquitectura, saqué fotos, compré pesos del país a precio usurario
(era domingo) y volví. A fuerza de persuasión, conseguí arrancar a
Clara de la virtualidad y me la llevé a recorrer algunas calles y a
sacar fotos con la Pentax que le dio el abuelo.
Como, en previsión de nuestro cansancio, habíamos acordado con Maisa
en vernos a eso de las dos de la tarde, hicimos una breve parada en
un Mc Donald's para almorzar; yo poco, porque todavía estaba
digiriendo el suculento desayuno superpuesto a los ravioles de
salmón de la noche anterior.
Dos de la tarde: llegó Maisa puntualmente y partimos de nuevo en el
bólido verde a hacer una recorrida por la rambla y la ciudad vieja.
Caminamos, subimos, bajamos, entramos a visitar el cabildo
(ayuntamiento colonial), nos sacamos fotos y de allí nos fuimos al
puerto. Visitamos el museo del carnaval, que está muy bonito, donde
se exponen trajes pintorescos y uno puede documentarse sobre el
origen y evolución de esta fiesta, que en Uruguay es todo un
espectáculo.
Hicimos una parada obligatoria en el mercado, cuya entrada me
recordó mucho a la del de Barcelona, aunque es más chica. Frente a
la puerta hay, incluso, una fuente que me evocó instantáneamente las
que hay en la rambla de esa ciudad; deduzco que algún inmigrante
catalán tuvo algo que ver en el asunto. Entramos al mercado a probar
el famoso "medio y medio", que es una bebida típica de Montevideo,
que me habían dicho que era una mezcla de champán con otra cosa.
Dimos con nuestros huesos en la casa "Roldós", donde nos desasnaron
con sendos vasos del elixir, que es una simbiosis de vino blanco
seco con oporto, ligeramente espumante, servida en vasos anchos y
chatos con el logo de la casa, bien helada, entradora y refrescante
como la sidra. Con la ayuda de una tapa compuesta de longaniza,
salame, queso y pan, di cuenta de dos copas, mientras Maisa, como
conductora prudente, tomaba solo una y Clara, por supuesto, Coca-
Cola. Al retirarnos, la ínclita anfitriona me obsequió con una caja
de dos botellas, que tengo a buen recaudo en mi heladera, preparadas
para una ocasión que merezca su apertura.
Caminamos un poco más charlando de bueyes perdidos y Maisa nos
devolvió al hotel, con el compromiso de encontrarnos a las nueve
para ir a cenar un "chivito" uruguayo.
A la hora señalada, nos dirigimos a "La esquina del chivito" a
degustar la comida nacional. No se crean que el "chivito" es una
porción del cuadrúpedo homónimo; es la forma nacional de llamar
al "lomito": un sandwich de carne con agregados varios. Maisa, debo
decirlo para su desdoro, no es una uruguaya de ley y no gusta del
chivito, así que se pidió una pizza con fainá. Clara y yo encargamos
sendos sandwichs, que incluían, además de la carne, lechuga, tomate,
jamón, queso, panceta, aceitunas y huevo. Menos mal que no pedimos
el "chivito al plato", que viene con papas fritas y ensalada rusa,
porque no hubiéramos dado abasto.
Salimos rodando y caminamos hasta el hotel, que estaba ahí nomás, en
medio de la bruma montevideana, que nos transportó por unos
instantes a una Londres decimonónica. Y sí, nos fuimos a dormir,
otra vez muertas de cansancio.
Cristina Longinotti
PD: Todavía me falta escribir el día 3; cuando lo termine, lo
mandaré
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