Serie: Escenas de Ciudad
Ciudad Escenario: Porto Alegre, Brasil
Volver a Brasil después de tantos años fue como lanzarse a un océano nuevo.
Cuarenta años de recuerdos me atropellaron como un camión doble-troque y me levanté de la embestida como se levantaba el coyote en las caricaturas.
Entrar en este colapiscis de sabores, olores y colores tan diversos era como entrar a un mercado persa en el que no sabés qué comprar.
Mi lado brasilero despertó y me sentí un poco en casa, pero más como cuando regresás a casa después de una larga guerra y encontrás que tu casa cambió, que ya no están los viejos muebles, que los vecinos te miran con cara de “y vos quién sos?” y que las calles parecen ser las de una dimensión desconocida.
Brasil, meu Brasil. Un colage de identidades paralelas y a la vez disímiles. Un nación en proyecto donde los grupos étnicos dicen vivir en armonía pero todavía se muestran los dientes. Un país que se dice pacífico pero donde sus diez metrópolis registran a diario interminables guerras urbanas.
Mi primera faena cultural es una cena navideña con una familia de mormones.
Son muy amables, respetuosos y moderadamente abiertos. Les asombra que yo haya estado en Salt Lake City y conozca la mecca mormona mejor que ellos mismos.
La comida es abundante y deliciosa. Descubro que el salpicón para ellos es una ensalada mientras que para nosotros es una mezcla de frutas. Pruebo un nuevo animal: el chester, un curioso híbrido de pavo y gallina. Sabe bien. Me divierte el colorido del vestido de la anfitriona. Cuando pido que me pongan samba para ambientar la reunión descubro el racismo manifiesto en Robson, el muchacho de casa, quien dice que sólo baila samba con los dedos, porque es música de negros y aunque le suena bien, no le entra en el cuerpo.
En los días que siguen exploro la ciudad de la alegría para darme cuenta que ese eslogan se ha vuelto una utopía, que la gente sonríe poco y que la alegría ya no es brasilera. El crisol de razas, culturas y clases sociales no se mezcla del todo y las clases sociales son más marcadas que en muchos lugares del continente. El sistema de transporte es increíblemente organizado y cada bus urbano y vagón del metro tiene poemas que hacen los largos viajes menos tediosos. La ciudad es larga y estrecha como Chile, un chorizo lleno de edificios y gentes que van y vienen las 24 horas del día. Es casi tan grande como Medellín, pero mucho menos industrializada. El centro es horrible, como en cualquier ciudad grande. Entrar a los baños públicos es una aventura fétida de la que huís espantado y evitando respirar para no aspirar esos olores. La gente va siempre ensimismada y pasás completamente desapercibido. Mi portugués está más fosilizado de lo que imaginaba. Intento pequeñas empresas comunicativas y termino hablando portuñol o diciendo alguna insensatez. El calor es insoportable y el barullo de ciudad alcanza a alienarte.
Entrar en un banco, local comercial o cualquier espacio con aire acondicionado es entrar en el cielo. En Brasil todo es grande. Todo. Empezando por las distancias e incluyendo los almuerzos “a la minuta” en los que sirven en cantidades alarmantes, como si estuvieran llenando camioneros.
El metro es viejo y se asemeja más a un tren de cercanías. Al entrar en él empiezo a sentir los brasileros más cercanos, menos tangenciales. En una de las estaciones empiezan a acecharme con miradas escrutadoras. Había olvidado que en este país te hacen el amor sólo con los ojos, sin quitarte la ropa, sin tocarte siquiera. Miradas que me estrujan y violentan mi interior convirtiéndolo en un volcán en erupción. Pasan cuatro estaciones y dejo de sentir el ruido del tren para sentir el torrente de mi sangre que como lava pugna por salir de mi cuerpo. El bulto ya es indisimulable y la eyaculación amenaza con manchar mi pantalón. Recurro a una técnica tántrica para inyacular en vez de eyacular. El agua de vida salpica mis entrañas y fustiga mi cachondeo de latino caliente e insaciable. Es el momento en que el tren llega a su estación final: São Leopoldo. Me incorporo avergonzado como adolescente al que han sorprendido masturbándose. No hay kleenex. No hay silicio. Tan solo un sol candente que revuelve un cuerpo recalentado.
La política en estos lados es narcotizante. El pueblo vive de ilusiones y utopías. La maquinaria mediática del presidente Lula da Silva es imparable. Afuera se le asume como el redentor sudamericano, aquí se le ve más como el anciano marrullero que le da de comer a las palomas en el parque. Les tira pedacitos de felicidad y bienestar, pero el pueblo sigue empobreciéndose empeliculado con el cuento que se inventaron los economistas de que Brasil será ahora la nueva potencia del mundo. Tanta riqueza no se ve en la gente de a pié, que sigue sobreviviendo con sueldos miserables y productos básicos carísimos. La izquierda les mintió tanto como les mintió la derecha y ahora el exsindicalista se codea con los empresarios poderosos y llena su bolsillo izquierdo con los reales que le niega al sistema de salud que beneficia a los más pobres. Es tan corrupto como los anteriores, pero le apuesta al continuismo con una candidata títere que hará su voluntad y mantendrá su clientela mientras la constitución le permite volver. Al pueblo le seguirá dando pan y circo. Los payasos seguirán sonriendo aunque lleven en sus sienes coronas de espinas.
Ir a una playa de los alrededores es una experiencia particular. Tramandaí, a menos de dos horas de Porto Alegre en autobús, es una playa donde voy para hacer el ritual de las siete olas, pero no siento muchas ganas de sumergirme en un mar marrón y llego de algas. A praia do povo le dicen los locales. No hay garotas gostosas como imaginan en el resto de Latinoamérica. O se engordaron todas o simplemente las superaron kilométricamente las que ves en las playas caribeñas. Estas, al parecer, no han captado la estética de playa que impera en el Caribe. Pasean desvergonzadamente sus michelines con trajes de dos piezas que te hacen pensar que la moda sí incomoda. Los hombres exhiben sus barrigas como trofeos bávaros y sus pieles son de un blanco ofensivo. Ni siquiera tienen el rosado camarón de los blancos insolados en otras latitudes. Dan ganas de importarles el aceite de coco que venden las negras en Cartagena y que le garantizan a nuestras musas un perfecto bronceado.
El aire del mar me renueva y recargo energías para dar un salto largo hacia mi próximo abismo, Brasil adentro, donde moran los fantasmas y los recuerdos te rondan como dragones a chinos esqueléticos que todo lo resuelven con artes marciales. Mi sable no alcanza a rozar siquiera la piel dura del destino.
© 2010, Malcolm Peñaranda .
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