¿Tiene la palabra algún valor?, se preguntó Ella una y mil veces a lo largo de casi tres años. ¿Un cheque falso es lo mismo que una palabra falsa? Ella pensó que, en lo sustancial, era lo mismo, pero en rigor a la verdad de lo que en la ley se estipula, no, no era lo mismo. Nadie cumple condena por palabras falsas, Nadie paga por ese tipo d estafas. Se paga ante la ley por estafas que se miden en contante y sonante; esas llevan, a veces, hasta a la prisión o el embargo, causan verdaderos problemas al estafador, lo ponen en jaque y, a la larga, conocida la fama, no hay proveedor que le dé crédito. Como se dice, para esos casos, "hazte fama y échate a dormir". Pero no es el caso. Cuando la estafa pasa por la palabra no hay papel, no hay cheque, no hay documento que acredite nada y el estafador sigue su ruta, limpio de toda pena, limpio de culpa y cargo, limpio como para estafar una y cien mil veces más. Ella pensó que tal cosa era demasiado ruin como para considerársela propia del ser humano y posiblemente fuera porque quería creer en esa cosa informe que es, en general y por lo común, el ser humano. ¿Y es que acaso no había visto y conocido ruindades semejantes?. Sí, por cierto, pero se negaba a creer. Eso era todo. Pensaba que el estafador era una especie de ser contra natura, un deforme, un ser fuera de la normalidd. Pero no, no tenía el aspecto ni los signos de un estafador, pero ¿cómo es que, con su sagacidad no había sabido ver detrás del maquillaje?. Y es que el estafador puede estafar precisamente por éso, porque su maquillaje es tan perfecto que nadie, ni el más sagaz, puede advertirlo como estafador. De otra froma, sería tontería, juego inócuo, maldad incapaz de todo daño. Ahí paraba justamente la cosa: en el artilugio y la máscara tan bien premeditados y elaborados, de tal forma armados y articulados que rsultarían imposibles de detectar en el justo tiempo antes de que no dañaran de manera irreversible. La palabra, pensó. Las palabras, tantas palabras y cuánto crimen se podía llegar a cometer meramente con palabras bien dibujadas, bien mentidas, bien disimuladas. Sí, ya no era cosa de perder un monto de dinero, un bien material, su casa, sus pocas pertenencias. No. esta estafa era más grave y quedaría impune. Era mucho más grave porque la vida vale más que una casa, que cien casas, que un millón de casas y sin embargo la propia vida estba a punto de perderse. El otro había puesto dinero, pero había ganado lo suyo, algún tipo de prestigio, varonil, intelectual ¿quién podía saberlo?. Lox seres perversos son o se muestran indefinidos y tal era el juego que Ella no pudo ver ni prevenir porque medía la vida con otro corazón. Y no, no se homologan ni los corazones, ni los sentimientos, ni los valores. Ella creyó simplemente en lo que suponía que debía creerse, midió con su vara, midió con su corazón y en la escala de sus valores no contaba con esa regla ruin. Pensaba. Pensaba en sus sostenidas fantasías. De golpe, sólo de golpe, cayó en la cuenta y fue como caer estrepitosamente en un abismo sin fin. De pronto entendió, con absoluta claridad, que se trataba solamente de sus propias fantasías. Nada de lo que Ella había querido sospechar que existía había existido nunca. Pensó en Madame Bovary, pero ni siquiera. Pensó en el mero acto de la estafa, en la impunidad de esa estafa de las palabras detrás de las que no hay nada, absolutamente nada y ni siquier así pudo imaginarse posible la exiistencia real de un ser tan bajo, tan anodino, tan deshonesto. Pero era realidad, pura y neta realidad, concreta realidad, porque los hechos eran tan concretos y visibles como un cheque falso. No. No había perdido ni su casa, ni su auto, ni sus fondos bancarios. Había perdido, solamente, las ganas de vivir.(continúa)
Apoyó los codos sobre el escritorio, bebió a desgano un sorbo de café casi frío y se detuvo, sin quererlo, en cada una de las montañas de libros, carpetas, papeles, anotadores, sobres. Por un momento quedó entre extrañada e incrédula. ¿Cuánto tiempo hacía que todos esos trabajos esperaban, ajándose, amarilleándose, a que Ella les dedicara el tiempo y la devosión de antaño? ¿Qué clase de absurda traición había estado cometiendo hacia ella misma?. Tomó otro trago de café, encendió un cigarrillo más, manoteó una pila de papeles al azar y comenzó a hojearlos. Las palabras volvían como fantasmas a inundar la tiniebla, fantasmas que querían despertar de un sueño inmerecido, de un sueño trágico y abominable. Algunas cosas manuscritas, con evidentes correcciones, correcciones que no podían dejar de evidenciar el afán, la entrega, la voluntad de vida; retazos, esbozos, algún recorte de algo ya publicado, una carta que nunca contestó, direcciones y teléfonos de seres ahora anónimos y una suerte de cuento que ni siquiera recordaba haber escrito: "Una manera de morir" " Habían pasado ya algunos años desde el último día en que la vio y la recordaba, no sin una cierta nostalgia, pero borrosa, lejana. Se preguntaba, casi insensiblemente, qué habría sido de su vida. Le quedaba, empero, la idea de haber conocido a una persona buena, capaz, generosa, con una cierta ternura, frágil, sensible, ahogada por las circunstancias. Solamente pasaban por su memoria algunas escenas simples, casi olvidables: verla picar cebolla, plantar gajos robados en los jardines vecinos y colgar macetas en el pequeño y despoblado balcón, escenas triviales como sus bromas tontas, bromas de niña que, aunque no se lo creía, pretendía seguir alentando para darle a la vida esa pequeña chispa de los juegos infantiles, La veía, a una distancia que todo lo diluye, seria y concentrada corrigiendo escritos, apasionada buscando material de estudio, datos extraños, empecinada en arreglar desperfectos eléctricos. De su desnudez se había olvidado por completo porque, en realidad, su desnudez no había tenido para él ninguna identidad particular. Recordó también un juego de palabras, un tablero, unas fichas, algún cuidado. Pero todo estaba ya demasiado distante de su vida.
Cierto es que Manuel la había conocido siendo ya viejo, cursando el último trecho de su vida y después de muchos naufragios, que había intentado retenerla tal vez porque suponía que eso podría ser mejor que la soledad, cierto también que no la había amado ni la quería y menos había tenido nunca la intención de armar su vida con ella hasta el final. Sólo deseba que, mientras pasara el tiempo, fuera posible tenerla a mano, principalmente por no sufrir la soledad, pero también porque estimaba que un hombre es más deseable cuando tiene mujer a su lado y, en especial, porque ella sabía brillar en cualquier parte o ante cualquier grupo en el que la presentara y también, lo cual no significaba poca cosa, porque era notorio que ella no dejaba de ser apetecible para muchos otros hombres. Cuestiones de vanidad varonil, tan comunes. Lo creíble es que todas esas razones hubieran obrado en confabulación al momento de echarle el guante al costo de lo que costare, artilugios, mentiras, falsedades, adulaciones y algunos dinerillos y ya tendría tiempo de ver de qué forma caballeresca se escurría de la escena.
Pero ahora, con unos pocos años más, que son muchos cuando la vejez aventaja, comenzaba a picarle fuerte ese dulzor amargo de la soledad y, muy en lo profundo, lamentaba haber ejecutado con magnífica solvencia su maniobra para espantarla recurriendo una y otra vez a frases malévolas, incoherencias, indefiniciones, mentiras flagrantes, traiciones, maledicencia, frialdad,. Pero no había resultado sencillo y, ante tamaña fidelidad y paciencia, se había visto obligado a cargar, cada vez un poco más, municiones de mayor calibre hasta que logró agotarle las fuerzas y la resistencia. Sólo enonces, ella desapareció sin dejar rastros.
Ahora, de hecho, ya casi imposibilitado de vivir a los trotes como años antes, recluido en sus cuatro paredes melancólicamente inundadas por la música de su radio, comía solo sus tajadas de mortadela, su reiteradísimo huevo duro de todos los días sin contar con el placer mínimo de conversar con ella, ni con nadie, puesto que determinados grados de bondad, tolerancia y paciencia no son ni remotamente frecuentes, ni siquiera sobre los endecasílabos ni sobre las guerras en Turquía.
Buscó, casi de manera automática, su agenda telefónica y comenzó a repasarla con la ilusión de encontrar alguna voz humana que pudiera llenarle tanta soledad y vacío. Amigos, amigas…¡cuántos ya no estaban más en tan pocos años! ¿A quién podía pedirle ahora un mendrugo de compañía? El que más, el que menos, de los que quedaban vivos, también habían avanzado en sus edades y preferían quedarse al calor del sus propios hogares, con sus mujeres y más aún en esos días grises, fríos y lluviosos del invierno.
Recorrió con su mirada las paredes, las cosas, las mismas y repetidas cosas de siempre y recorrió también su silencio apenas disimulado por la radio. Desde afuera, de tanto en tanto, el ruido de algún colectivo o de algún coche que pasaba podía darle alguna señal ajena, muy ajena, de que la vida continuaba. Volvió a recordarla como una imagen desleída, perdida en el tiempo, pero no quiso pensar qué distinto hubiera sido si hubiera tenido el suficiente afecto, la suficiente comprensión , y más, el astuto egoísmo de conservarla a su lado. No, no se permitiría pensar en el error, en los errores gratuitos pues era menos pesado y más sencillo entender para sí que todo había terminado en fracaso simplemente porque ella no supo o no pudo ser otra persona, un robot modelado a su gusto y capricho, es decir, transformarla en un objeto de uso útil y conveniente a sus necesidades.
No, nunca pensó, ni lo pensaba ahora, que en aquellos últimos días de desesperación ella había esperado una palabra de aliento, la renovación de una apuesta a la esperanza, una pequeña luz, lejana y mínima al final del laberinto que le devolviera las ganas y las fuerzas como para continuar combatiendo y no renunciar a la vida. No, no lo pensó simplemente porque su objetivo era el inverso: lograr que fuera ella la que abandonara la causa cosa de quedar, ante sus relaciones, como un operfecto caballero, sostenedor de su palabra, fiel a los compromisos asumidos, en definitiva, un señor con todas las letras. Como al pasar, sólo mencionó que ella tenía su vivienda, inhabitable, en las condiciones del momento y que tenía que moverse para completar el trámite de su jubilación mínima. Cierto, quedaba claro que quedaba allí una bastante triste forma de refugiarse para terminar sus días. Y no estaba nada ajeno a la realidad más cruel.
Después inquirió: ¿No advertiste que desde hace un tiempo he vuelto a escribir poesía?. A ella le saltó el corazón de alegría porque siempre había pensado que tal era su deseo, que el ser poeta había sido su elección, que ansiaba publicar, dejar su huella, darse a conocer, ganar prestigio. Siempre, siempre había creído que la poesía era algo importante en su vida, algo a lo que no debía renunciar, algo propio, que lo construía, que lo dotaba de vida, de fervor de vida, de futuro y, más todavía, cuando había tirado por la borda 30 años de matrimonio exclusivamente por la necesidad de escribir poesía[Long-ohni] y encontrarle, con ello, un sentido a su propia vida. La explicación fue lapidaria: “Escribo poesía porque estoy vacío, porque vos no me llenás y deberías haberte dado cuenta sin que te lo dijera”.
Ella se quedó pensativa tratando de comprender por qué o para qué Manuel estaba ahora ahí sentado diciendo estas cosas, por qué y para qué había insistido durante más de una semana en verla y hablar con ella y qué sentido podía tener el acercarse al vacío. Solamente atinó a responder: “Pues, si te sentís vacío conmigo, no entiendo por qué no te vas”. Manuel tomó la frase a su conveniencia y la trasportó adecuadamente a sus intenciones, no a las del momento, a las intenciones que hacía rato germinaban en él y, rápidamente dijo:”Me estás pidiendo que me vaya, así que me voy”.
Ella dudó entonces pues no terminaba de entender si le estaba tomando e[l pelo o si había encontrado una justa aunque atravesada circunstancia para terminar con la relación, pero no le daría el gusto de irse con la cómoda y falaz excusa de haber sido “echado”. La maniobra no había resultado y Manuel tuvo que encontrar una más dura capaz de obligarla a hacerse cargo del final de todo y, con la mayor de las solvencias, sentenció: “No tengo interés en una convivencia inmediata con vos”
Lo de “inmediata” era, a todas vistas, un adjetivo usado como argucia a los fines de disimular que tal desinterés involucraba tanto el ahora como el después. Ella lo comprendió bien pero tampoco se dejó arrastrar por la provocación. No picaría el anzuelo como para hacerse cargo de manera única y absoluta del final, aunque sabía que el final ya estaba decidido y decretado en los deseos y en la cabeza de Manuel, pero era necesario que él asumiera su propia determinación y se hiciera cargo, años después, de su elegida soledad, hacerse cargo de que había sido él el que había cortado el cabo que podía unirlos a la vida.
Terminó de comer su mortadela y su huevo duro y se sentó en la computadora. Intentaba escribir versos del vacío, de la nada, de la inanición espiritual, versos de lo que no es, de lo que no está, de lo que no se tiene, versos sin vida, versos de la indigencia humana, versos sin sangre que corre por las venas y versos sin sustancia. Por ahí recordó lo que tuvo en requechos de mera fantasía, nada vivo, vital, real, sólo escenografías de la imaginación y pudo delinear tres o cuatro versos de pasión inexistente.
Creyó en eso porque no había ni tenía ninguna otra cosa en qué creer. Seguía viviendo en la mentira, sosteniendo la mentira, pero, aunque no se pudiera dar cuenta, estaba más vacío que antes de su vacío.
A la mañana siguiente se despertó con un dolor de cabeza aterrador y sintió miedo, un feroz miedo al final, al solitario final, miedo de no tener una mano que le apretara la suya, miedo de no tener unos ojos en los que depositar sus mirada de horror y desesperación, miedo de no tener una voz firme y una mano capaz de llamar a una ambulancia de urgencia. Quiso llegar al teléfono: la embolia lo derrumbó antes de alcanzar el aparato y quedó semiconsciente un día, dos días, quizás más, tirado en el piso, sin posibilidad de moverse, mirando, en sus instantes de alguna lucidez, un retacito de cielo, las plantas en las macetas y, como al pasar, alguna imagen de ella desleída en el tiempo. Alguien lo habrá encontrado, con el cuerpo ya frío. Tan frío como su alma."
Dejó los papeles sobre la mesa y de inmediato comenzó a invadirla un extraño escozor. No podía recordar cuándo ni en qué circunstancias ella había escrito lo que acababa de leer pero sí tenía fresca la notcia de su muerte la semana anterior y la extraña sensación de ni haberse conmovido para nada, ni siquiera una pena chiquitita, mezquina, acaso. Recordó sí el haber traído a su memoria esos refranes burdos, pero no menos ciertos: "Todo lo que va, vuelve" o "Tarde o temprano, todo se paga".
Cavilaba ahora en torno a la soledad, a sus conceptos acerca de la soledad y volvía a reafirmar para sí que solamente existían dos formas posibles de la soledad, aquella elegida y la irremediable Hacía muchos años que había optado por esa forma de soledad elegida que, en realidad, ni siquiera era soledad pues no era vivida como peso, como angustia, como desesperación sino, mejor, como paz, equilibrio, armonía, placer en la quietud y en el silencio y nada de tormentoso o cruel encontraba en este estado de cosas. La otra soledad, pensaba, aunque nunca hubiera podido experimentarla porque en nada podía corresponder a su temperamento. ésa que es irremediable porque el individuo resulta incapaz de salir de su egoísmo y compartir, la que nace de la imposibilidad de arriesgar nada de sí mismo, la que se impone por ineptitud humana, debía, a su entender, entrar en el rango del peor de los sufrimientos humanos al atar al ser antes a la necesidad que al deseo o el goce. Se lo figuraba como aquel que es creyente sólo por el temor a la nada en lugar de serlo por genuina convicción.
Algo de aquel escrito sobre Manuel continuaba revolviéndole las tripas porque alguna conciencia, aunque fuera muy elemental, tenía de que había sido llevado al papel mucho tiempo antes de que las circunstancias reales condujeran los hechos al mismo plano. ¿Premonición? ¿Alguna extraña lucidez que la había llevado a relatar los hechos con la exactitud total con la que habían sucedido?. No, pensó, mera observación profunda de lo escencial de un ser. Algo, a todas luces, le había dado las pistas certeras de que no habría otro desenlace posible más que el sucedido.
De pronto sintió intensos deseos de llamar a Rolando y, aunque buscara y rebuscara, no encontraba, a nivel consciente, qué razones habían podido motivar ese impulso. Pero se dejaba llevar, y siempre lo había hecho, por esos golpes de intuición que no responden, en nuestro precario intelecto, a causa alguna. Tomó la agenda, buscó el número, aproximó el teléfomo y estaba a punto de discar cuando sonó el timbre de la puerta. Fastidiada, de alguna manera, porque sus planes se veían interrumpidos, colgó el tubo y se fue a atender.
Ni bien abrió la puerta, lo vio, sonriente como un ángel, con sus ojos azules titilantes, tan transparentes como la franca verdad que los poblaba, y se quedó sin habla, sin respiración, sin argumentos, sin suposiciones, sin nada más que el temblor que ese cuerpo, esas manos y esa mirada, por tantos años lejanas y distantes, le había invadido el alma.
- ¡ Pero qué sorpresa!, casi balbuceó con un hilo de voz apenas perceptible. ¡Qué sorpresa! ¡Pero pasá, pasá! De verdad, jamás podría haberme imaginado que eras vos, ni se me cruzó por la cabeza y ¡claro, lógico, tantos años sin vernos que qué sé yo, cómo podía suponer que...¿Pero cómo se te ocurrió?
- Nada, - dijo Rolando con ese tono suave, dulce, pleno de paz - no sé, andaba cerca y, de pronto, sentí ganas de venir a verte, simples y concretas ganas de verte. Y la abrazó tan fuerte como si el exilio de tantos años de distancia nunca hubiera sido algo tan brutalmente real.
long-ohni
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