domingo, 5 de abril de 2009

La expulsión

El círculo alemán de Adán Redniz exigiría ¡el poder de la villa! Es lo que han querido para sí y sus familias. Fredrika de Bülow, la única voz compasiva a mi favor, testiga fiel y vecina valiente en la aldea, advirtió que no soy uno en la recua de esta borregada. Soy distinto. No se me engaña ni con los rezos silenciosos de los bávaros, que son menos honestos que el siseo de una culebra a punto de atacar. Ni se me engaña con abrazos en la esquina. Ni ademanes reprensivos. Ni con miradas de refilón.

Ella preguntó acerca de mi expulsión. Que se me echara de la comunidad cuando más necesité del amparo congregacional no fue un acto cristiano. Había muerto mi madre. Fredrika ha sido mi protectora. Ha sabido lo que ha representado mi ancestro para la villa.

Terminado el sepelio de Claudia Arhaus Delfzij, viuda de Güeldres, volví a mi casa y permanecí en ella, ahora una casa vacía, sin la vida bella y deseada que animó sus paredes. Esperé a Fredrika. Al menos, yo pensé, que vendría a despedirse, o a acompañarme nuevamente. Ahora sí, caería contra mí la peor de las persecusiones. Me dejaron solo.

Ninguno de quienes lo esperé se acordó de mí. Ni ella, a quien Fredrika refiere como mi novia. ¡Tanto tenía yo que agradecer a la maestra Fredrika! Y no llegó y a mi novia no pudo traerla al sepelio de Mamá... (Luchaba mi causa sin yo saberlo).

¡Si llegaron los cuacos, hermanos falsos, rudos y groseros, cuando lo ceremonial acabó y me vieron rumbo a casa! Innecesariamente, me jalaron de la cama cuando ya estaba recostado. A empellones, los Redniz me subieron al interior de una camioneta después de arrastrarme por el traspatio de mi casa. Encendieron el vehículo y arrancaron.

Dizque se me dejaría a las puertas de Babilonia. Adán, Jr., manejaba, su primo René, el Emo, dirigía una palomilla de golpeadores. Cinco cuacos, abusadores. Adán sabía que mi deseo fue ir a una ciudad, sea Tijuana o las muchas de las que supe su nombre, como Amsterdam o Almelo. Sólo su nombre. He sido como un niño que se perdió en medio de una selva y, a la muerte de sus familiares, nadie vino por él. Jamás he salido de Chichihuatl, la comunidad del aislamiento.

El objetivo del secuestro por los cuacos fue simple: Que yo no pasara una noche más entre los menonitas. Redniz, el joven, alegó que la Antigua Orden holandesa, con misioneros ácratas, como mi padre y mis abuelos, hizo mucho daño a la edificación espiritual del poblado en el Valle de Guadalupe. Tomó tal idea del Temible Bávaro y de su padre, Adán, Sr.

Que la colonia tuviese una vida espiritual verdadera no desvelaba en lo mínimo a Adán Rednitz ni aquellos alemanes de su corillo, cónsonos a sus métodos. Echaban el cascabel a otro. Mentían. Guardaban su rencor, sin jamás confesarlo, y pasaban tal resentimiento a los hijos, van tres generaciones. Disfrazan su ambición con sermones y callada competencia. Ejecutan sus planes, no siempre con escrúpulos. El Temible Bávaro fue un asesino.

Justificaban en Dios lo que no es de Dios. Y lo que colmó mi paciencia fue que dejaron de proteger a mi madre con la diligencia con que antes lo hicieran, cuando mi padre estuvo con nosotros, cuidándonos. Ni ella ni yo, al padecer, abríamos la boca para echar amenazas, o con quejas; sólo clamábamos al que juzga con justicia, al que enmienda los males. Pagamos el mal con bien, porque, somos menonitas de fe y verdad.

Un día lo intenté. Echar de mí las coyundas con que me uncían los amos y los veedores; pero ví cómo empobrecimos y quedamos apartados de comunión. Sólo nos quedó el hambre y la soledad en medio de todos ellos, tan colectivistas y autojustificados. A tres años de la muerte de mi padre, yo traté de ser rebelde, de hacer oír mi voz. Quise ser el jefe de la casa.

Trabajé como pudo un niño en los viñedos de Rednitz cuando mi madre enfermó; no quiso la carga que Rednitz puso sobre mí. «¡Mira qué pueblo, mamá! No nos quiere». Me pidió que no juzgara a los hermanos ni a la villa por sus caciques... Entonces, pasado un tiempo, murió antes que yo supiera cuán preocupada estuvo por mí... Aún así, sus palabras fueron: «Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios. Honrad al rey».

Yo no cumplí del todo.

¡Qué suerte que me sacan de aquí!

No habría soportado que los ojos de Fredrika me recriminaran; ni los ojos del padre de Pamela Arnol, o doña Susana, quienes fueron bueno conmigo! Fue ingenuo que yo pensara en lindas despedidas. De momento, fui rebelde.

Aquí, en una camioneta en veloz marcha, con un demonio al volante, recuerdo las evocaciones de mi maestra. La llegada de mis padres a la colonia, por ejemplo. Mamá y mis abuelos maternos arribaron a Ensenada con el regreso del benefactor Güeldres. Uno de los fundadores de la Empresa Colonizadora de los rusos y de la villa menonita del '20.

De mi parte diré que son familias que conocí y las referencias que tuve de ellos las dio la boca de mi madre. Murieron par de años después de yo nacer o, como en el caso de una tía materna, cuando tenía la edad de tres años. Otra de mis tías se regresó a Holanda con su hermano pequeño.

¡A mi Abuelo Molokon se le enterró en la villa rusa de Guadalupe con alabanza y en dignidad de unos pocos! Así lo quiso. Del pueblo, ya no quedan sino ruinas y terrenos baldíos, con infinidad de gente que desea comprar a sus dueños... para cultivar más viñedos y sumar a la Ruta del Vino.

En los últimos años, tras la muerte o el abandono de mi padre, en 1975, me enamoré de Pamela. Escondido en un establo, yo le escribí unos estúpidos poemas, mis ingenuas cartas, mis ocurrencias. .. ya soñaba que, con la hija menor de Los Arnol, se admitiera mi noviazgo. Las veces que me sorprendieron en la tarea ilusiva de amarla se rieron, se asustaron. Me agredieron con ironías. Me hicieron sentir que no tenía derecho por contar con sólo 15 años; pero, tres años antes, ella me cautivó. Mamá bendijo un retrato pintado por Tamara de Lempscika. «Esta niña de rizos, con el pelo amarilla, plateado, con una regadera en la mano, será tu amor de juventud».

La nombre como la niña más bella del mundo. Y si bien salí de sus cercanías, expulso de la villa, le hice el amor. Sí. Fue mía, en espqritu y en carne... Hace varias semanas, se comprobó su embarazo y, si es cierto que las penas matan y los desalientos precipitan las condenas, mamá se murió de pena. Y me ha llegado la aflicción para que adquiera consciencia del daño que hice.

Las semblanzas de Fredrika, aún las escasas referencias al pasado de mi familia, no habrían sido suficientes para atenuar mis curiosidades. Es la frustración que tengo, quiero saber más y no sé cómo. He desconocido que tengo derechos y que se me deben muchas cuentas. Me plació saber que los seres que amo vivieron con el sincero y profundo anhelo de «llevar la cruz» por amor a Cristo; vocación de misioneros. Por primera vez, siento que tengo la opción de regresar a donde fui expulso y preguntar por qué lo hicieron. Yo vengo a dar cuentas.

No fui fiel a la autoridad de la Palabra de Dios ni virtuoso ante los ojos de la Familia de la Fe.

¡Qué absurdo que sea la tristeza de mi expulsión la que me haya llevado a las grandes angustias; qué afortunado que la necesidad me haya evitado sucumbir en el ateísmo y la ingratutud! Me gusta pensar que tengo fe. La idea de que el amor por Mamá Claudia, Fredrika y Pamela, me ha redimido; la idea de que las cartas, o diario de notas, de mi padre es como un nuevo evangelio con la vivencia de Menno Simonis.

¡Fue que me asaltaron (cuando estaba más perdido que Carracuca), confiado en mis esperas y en ver a Pamela, con sus padres, entrar a casa. Ese es el momento clave de la expulsión. Bajé la guardia. No esperé lo suficiente porque no pude.

Fredrika evocó la bondad de Claudia Delfzij e Iván Güeldres. Sin mencionar por sus nombres a mis acusadores, reprobó la severidad moral con que plantearon mi discipulado. Estuve privado de comunión no porque yo lo solicitara, sino porque me excluyeron. No estoy con Pamela porque irrumpieron los cuacos a mi casa, me golpearon y me tiraron por un camino apartado.

El legado Dr. Güeldres («levadura intelectual») , mi padre, será mi defensa. Entre las viejas familias que habían servído como Forgeher, o ushers, y se designaban, sin consenso, diáconos y ancianos), está el eje deliberativo de la Comunidad del Pacto. Algunas serán mis aliadas; otras no, ya los compró la maldad o el miedo.


Carlos Lopez Dzur

No hay comentarios: