09-09-05
Jorge Luis Estrella
Ni bien apareció la doctora Carlston confieso que un deseo loco se me
paseó por todo el cuerpo. Debajo del blanquísimo guardapolvos
adivinaba yo los morados pezones invitándome a quien sabe qué orgía.
Me la habían recomendado y le conté los extraños síntomas que me
preocupaban desde hacía una semana. No sé qué cara puso pero sí sé
que cara vi. Escapándole al flequillo, unos ojos claros,
inmensamente claros, nariz perfecta, labios carnosos, muy carnosos,
inmensamente carnosos. Me auscultó y mis fantasías se dejaron tocar
con ganas. Luego, como era de esperar, me recetó una extensa batería
de análisis. Cuando volví a verla, el deseo se había incrementado, y,
mientras ella observaba atentamente los indicadores de la sangre y la
orina, yo observaba atentamente su ombligo y su vagina, es decir,
imaginaba verlos a partir de lo que mis ojos registraban. Cuando
levantó la cabeza y me miró comprendí que algo malo pasaba en el
interior de mi organismo pero también comprendí que eso mismo me
inclinaba a desearla todavía más. ."Usted padece del rarísimo
síndrome de Lafiq"- me dijo y agregó que, hace algunos años, el
Doctor Lafiq, obviamente el descubridor de la enfermedad, había
desaparecido misteriosamente. Su melodiosa voz me acariciaba el
lóbulo de las orejas, uno de mis principales puntos erógenos. No
alcancé a asustarme con la noticia porque mi felicidad alcanzó el
clímax cuando agregó que el Doctor Lafiq sólo había preparado a una
persona para el tratamiento de tan poco frecuente mal y era su
discípula y colaboradora, la Doctora Carlston, ella misma. No puedo
estar seguro pero creo que la besé en los labios y en... no, no estoy
seguro, pero en algún lugar la besé o, seguramente no, claro que no y
comenzamos la difícil tarea de combatir al sofisticado virus agresor.
Nos vimos todos los días durante varios meses y lo que más me costaba
era contener la catarata de caricias y abrazos que me venían ganas de
darle. Cuando, por fin, podía considerarme curado, mi mente navegaba
por la sinuosa piel de la Doctora como si fuese el océano soñado y me
dirigí a la Clínica a declararle mi inobjetable amor. Cuando pasé
frente a la mesa de entrada escuché el nombre del Doctor
Lafiq. "¿Apareció?- pregunté casi sin darme cuenta de que estaba
haciéndolo. La contestación que me dieron me dejó noqueado como si
hubiera recibido un directo a la mandíbula. Sin embargo, al entrar al
consultorio de la Doctora que me había salvado la vida, no me importó
saber que ella era el operado doctor Lafiq y le besé los carnudos
labios con una pasión apocalíptica.
Jorge Luis Estrella
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